La Caida

10/11/2020

Comencé a escribir este texto en mi celular, mientras aguardaba en la sala de espera de una clínica del Seguro Social, y lo terminé en casa, una vez saciado mi apetito. Desde ese entonces, y hasta el momento de escribir esta entrada, no he vuelto a besar el pavimento.

Mojado, adolorido y hambriento, espero en urgencias del seguro.

Con brazos raspados, pantalón desgarrado y un tobillo que duele con cada latido del corazón, veo una y otra vez el momento del accidente.


Una camioneta se detiene a media calle, otra se atraviesa, y yo freno. Intento pasar entre ambos vehículos, pero la moto se patina en el asfalto mojado.

La conductora se baja, su hijo adolescente también.

—¿Estas bien? —Se ve preocupada.

—No te quites el casco —dice alguien.

Me duelen el brazo y el tobillo izquierdos. Trato de levantarme, pero no puedo: mi tobillo está preso entre la moto y el pavimento.

—Súbete al auto —dice la madre al adolescente.

—Ayúdame a levantar la moto —le digo yo—. Tengo el pie atorado.

El chico me ayuda alzando la moto lo suficiente para liberarme.

Me levanto con cuidado. Apoyo el tobillo y, aunque duele un poco, aguanta el peso.
Como por arte de magia aparece un policía motorizado. Así, con la misma rapidez, desaparece cuando descubre que no hubo “colisión”.

Llego a la reja de mi estacionamiento, pero no abro. La comida tendrá que esperar.

El seguro está a solo unas cuadras y, aún en la moto, me encamino hacia allá. La moto se siente rara. Comienza a llover.


Tirito en la sala de espera. El aire acondicionado y la ropa mojada no son buena combinación.

El brazo me arde, el tobillo punza y el estómago gruñe.

Finalmente me llaman.

No hay nada roto, solo unos raspones a los cuales el enfermero llamó dermoabrasiones, y un buen trancazo.
Esta tarde me extrañarán en la oficina.

Salgo de la clínica vendado, y aún mojado.

El estómago vuelve a gruñir.

Me trepo a la moto que anda sin un espejo y con el manubrio chueco. Ya nada importa, solo llegar a comer.